domingo, 27 de octubre de 2013

Antonio Muñoz Molina, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2013


El pasado 25 de octubre se entregó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2013.

Este año ha recaído en Antonio Muñoz Molina.

El jurado ha considerado "la hondura y brillantez con que ha narrado fragmentos relevantes de la historia de su país, episodios cruciales del mundo contemporáneo y aspectos significativos de su experiencia personal. Una obra que asume admirablemente la condición del intelectual comprometido con su tiempo".

El premio fue anunciado el pasado 5 de junio por el jurado compuesto, entre otros, por:
D. Andrés Amorós Guardiola, D. Luis María Ansón Oliart, D. Xuan Bello Fernández, Dª. Amelia Castilla Alcolado y Dª. Rosa Navarro Durán.

Biografía

Antonio Muñoz Molina nació el 10 de enero de 1956 en Úbeda (Jaén). Es escritor y académico de número de la Real Academia Española desde 1996, donde ocupa el sillón de la letra "u".

Estudió en las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia durante la infancia, y luego bachillerato en el colegio salesiano de Santo Domingo Savio y en el instituto San Juan de la Cruz de Úbeda. Siguió historia del arte en la Universidad de Granada y periodismo en la de Madrid. En los años ochenta se estableció en Granada, donde trabajó como funcionario y colaboró como columnista en el diario Ideal.

Obras

Algunas de sus obras son:
  • 1984, El Robinson urbano - recopilación de artículos publicados en el diario Ideal
  • 1986, Beatus Ille, novela (Ed. Seix Barral)
  • 1987, El invierno en Lisboa, novela (Seix Barral)
  • 1989, Beltenebros, novela (Seix Barral)
  • 1991, Córdoba de los Omeyas, ensayo (Planeta)
  • 1991, El jinete polaco, novela (Planeta)
  • 1994, El dueño del secreto, novela (Seix Barral)
  • 1995, Ardor guerrero, novela (Alfaguara)
  • 2006 (¿1997?), El viento de la luna, novela (Seix Barral)
  • 1997, Plenilunio, novela (Alfaguara)
  • 1999, Carlota Fainberg, novela (Alfaguara)
  • 2001, En ausencia de Blanca, novela (Alfaguara)
  • 2007, Días de diario, diarios (Seix Barral)
  • y otras tantas más.

Premios

  • 1987, Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa ("El invierno de Lisboa")
  • 1991, Premio Planeta ("El jinete polaco")
  • 1992, Premio Nacional de Narrativa ("El jinete polaco")
Algunas han sido traducidas al alemán, francés, inglés, italiano y portugués.

Podréis conseguir todos sus libros en la Librería Internacional Pasajes (c/Génova, 3,28004 - Madrid - Cerca del Metro de Alonso Martínez)

Discurso en la entrega de este premio

Extraído del artículo original.
Escribir empieza siendo casi siempre un sueño o un capricho o una vocación imaginaria. Pero el sueño, el deseo, el capricho, no llegan a cuajar en nada si no se convierte en un oficio. Un oficio, cualquier oficio, requiere una inclinación poderosa y un largo aprendizaje. Un oficio es una tarea que unas veces resulta agotadora o tediosa por la paciencia y el esfuerzo sostenido que exige, pero que también depara, cuando las cosas salen bien, momentos de plenitud, y permite entonces la recompensa de un descanso que es más placentero porque se siente bien ganado, al menos hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque todo el que se dedica plenamente a un oficio sabe que siempre hay una distancia grande entre las mejores posibilidades de un proyecto y su realización, igual que hay descubrimientos con los que no se contaba. Un oficio es una tarea práctica: uno hace algo que le gusta y que a costa de aprendizaje y empeño ha logrado hacer con cierta garantía de solvencia, pero no lo hace para sí mismo, por mucho que esa tarea la haga a solas y que en el simple hecho de llevarla a cabo haya una satisfacción privada. El resultado que se obtiene de ella alcanza una existencia objetiva, independiente de quien la realizó, y pasa a integrarse beneficiosamente en las vidas de sus destinatarios: un instrumento musical o una partitura, una herramienta, una mesa, una historia, un cuaderno, un cuadro, un cuenco de barro, una fotografía, un hallazgo científico, un paso de danza, la cura de una enfermedad, un prodigio deportivo, un plato bien cocinado, una pirámide de alcachofas en el escaparate de una frutería.

Hay algunas singularidades en el oficio de escribir, como las hay en cualquier otro. La primera es que la necesidad humana que satisface es una de las más intangibles, aunque también una de las más universales: la de saber historias y la de contarlas, es decir, dar una forma inteligible al mundo mediante las palabras. Una historia, de ficción o no, propone un modelo universal de un cierto campo de la experiencia a partir de la observación de los datos particulares de la vida. Del mismo modo actúa el científico, elaborando modelos teóricos derivados de la observación y la experimentación, que sirvan, doblemente, para explicar y predecir. En las sociedades primitivas o antiguas el mito es el modelo de explicación y predicción de los comportamientos humanos. Nuestra variedad moderna del mito es la ficción, en todas sus variedades, desde las más banales, más toscas, más comerciales y efímeras, hasta las más hondas y exigentes, desde la telenovela y el videojuego a Don Quijote o Moby-Dick o a un cuento de mi querida Alice Munro.

Nos dedicamos, pues, a un oficio más antiguo y más útil de lo que parece. También a un oficio mucho más incierto. Porque en él, y esta es su segunda singularidad, la experiencia no ofrece ninguna garantía, y puede haber una divergencia escandalosa entre el mérito y el reconocimiento.

Quien escribe sabe que ha de dedicar a su oficio tantas horas y tantos años como un artesano al suyo, y que sin esa dedicación no logrará completar nada de valor. Pero también sabe que la entrega, por sí misma, no garantiza la calidad del resultado, porque la experiencia y la dedicación pueden conducirlo al amaneramiento anquilosado y a la parodia de sí mismo. Y también sabe que lo mejor unas veces es reconocido de inmediato y otras veces es ignorado, y que lo que parecía mejor a veces se desmorona al cabo de muy poco tiempo, y que una extraña justicia tardía alumbra mucho tiempo después, sin compensación posible, al talento verdadero que no brilló en vida.

El desaliento ante las incertidumbres del oficio se acentúa más en tiempos de incertidumbres tan amargas como estos. Es difícil hablar de la perseverancia y el gusto del trabajo en un país en el que tantos millones de personas carecen angustiosamente de él. Es casi frívolo divagar sobre la falta de correspondencia entre el mérito y el éxito en literatura en un mundo donde los que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan obscenamente sus beneficios, en un país asolado por una crisis cuyos responsables quedan impunes mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la rectitud y la tarea bien hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la conexión clientelar; un país donde las formas más contemporáneas de demagogia han reverdecido el antiguo desprecio por el trabajo intelectual y conocimiento.

Aun así, y dejando las responsabilidades de la ciudadanía en el lugar que les corresponde, el único remedio aceptable que conozco contra el desaliento del oficio es el oficio mismo. Escribir poniendo artesanalmente en cada palabra los cinco sentidos. Escribir sin concederse la menor indulgencia. Escribir aceptando y disfrutando la soledad y agradeciendo el entramado de otros oficios fundamentales que lo convierten en uno de los oficios menos solitarios y más colectivos del mundo, como es solitario y colectivo el del músico y el del científico; agradeciendo el oficio del editor, del corrector de pruebas, del traductor, del librero, del crítico, el de otros escritores de los que uno aprende admirándolos, el oficio del que enseña a leer y del que transmite en un aula el amor por la literatura; agradeciendo el oficio más placentero de todos, que es el del lector. Escribir con el miedo a no tener lectores y con el miedo a perderlos, sobreponiéndose lo mismo a los elogios que a las heridas. Escribir porque a pesar de todas las negaciones y las imposibilidades la escritura, como cualquier oficio, es sobre todo un acto de afirmación. Escribir porque sí.
En 1981 se entregaron por primera vez estos premios y vuestra alteza presidió en ellos su primer acto público. Aún se vivían entonces bajo el trauma sombrío y reciente de una tentativa de golpe de estado. En su discurso de agradecimiento, el poeta José Hierro aludió con alegría y alivio, pero también con plena conciencia del peligro, al "aire de libertad que respiramos". Ese aire, a pesar de todos los pesares, lo seguimos respirando 32 años después, que constituyen el período más largo de libertad que se ha conocido en la historia entera de nuestro país. Es importante recordar estas cosas ahora, cuando el porvenir parece en muchas cosas tan incierto como entonces. En este tiempo se ha hecho adulta la generación entera que nacía por entonces, que es la de mis hijos. Sus vidas son ya más difíciles de lo que imaginábamos hace sólo unos años, pero es importante recordar que también aquellos tiempos de 1981 nos parecían amenazadores cuando nosotros los vivíamos. Y sin embargo no hemos dejado de respirar el aire de libertad que celebraba José Hierro. Sin esa respiración no habría sido posible la generación literaria a la que yo pertenezco. Incluso nos hemos acostumbrado tanto a ella que corremos el peligro de no saber ya apreciarla. Es nuestra responsabilidad salvar lo que ganamos gracias a que muchas personas hicieron y hacen bien sus oficios, privados y públicos; y también reflexionar con urgencia sobre todos los errores, todas las inercias y descuidos que necesitamos corregir. En esa tarea los oficios de las palabras podrán ser más útiles que nunca.

¡Felicidades, Antonio Muñoz Molina!

No hay comentarios:

Publicar un comentario